La imagen
que a todo el mundo le evoca Los Centeno (Pablo Natale, editorial Nudista): un rompecabezas, pero no cualquiera,
sino un rompecabezas que está obsesionado con armarse a sí mismo aún siendo
consciente de que le faltan piezas fundamentales o, peor aún, de que le sobran.
La
historia que arrancó siendo de cuatro (Jimena, Archie, Graciela, Marcelo) y que
se multiplicó hasta el cansancio con el único objetivo de abordarlos a todos,
Los Centeno (prepárense porque la lista es larga): Cristian, Recabarren,
Usandizaga (que termina siendo Mita del Valle, una travesti encantadora que
además es jugador de fútbol) Alejandrito, Rocío, Ernesto Chico, Ernestina
Grande, los Adictos Anónimos al Afecto, y dos estudiantes de cine y uno de
letras, narra en fragmentos escogidos al azar momentos de su vida que nunca se
completan porque no lo necesitan, son tan poderosos, ellos, que pueden vivir en
el caos enigmático de la incompletitud.
Así
Los Centeno es un apellido, es un libro (El Guardián entre el Centeno), un
programa de radio y un dibujo imposible (llamado Filas de Centeno), un pedazo
de pan, una planta, un posible nombre para un grupo de personas que se declara
adictos (anónimos) al afecto (seres maravillosos y obsesivos), una calle que en
una esquina lleva escrita la palabra nostalgia, una palabra en el diccionario
que salva una partida de scrabble.
¿Por
qué el rompecabezas es consciente de sí mismo? Porque de a momentos tiene la
valentía y la arrogancia de contarse a sí mismo colándose en la historia en
detalles que parecen insignificantes, como dando indicios de que sabe de qué
habla: Graciela cuida a una señor mayor y -página 15- “la señora estaba cada vez peor, tenía la memoria cada vez más rota,
como si fuese un rompecabezas debajo de una cascada” (¿acaso no son, los
mismos Centeno, un rompecabezas debajo de una cascada?); Graciela colecciona
cartas que va a encontrando –página 31- “Le
gusta recoger naipes perdidos. Imaginarse que, algún día, completará el mazo
con naipes encontrados en las veredas y en las calles” (lo mismo que
soñamos con Los Centeno, que, algún día, se completen todas sus historias). Y
por último, en la página 105, la teoría asoma como una tibia explicación del
mecanismo Centeno: “Aunque a veces es
bueno que lo que sucede en el cina, en la radio, en el reino animal, en la
música, parezca irse por las ramas. Da tranquilidad. Es menos obsesivo, menos
agobiante. Parece como si todo pudiese haber sido distinto, como si las partes
más inconexas de un todo fuesen, justamente, las que hacen maleable a ese todo ,
plástico, móvil”.
Y lo
mejor de todos los personajes es que el mundo parece sobrarles, porque están
incapacitados para crecer, porque aplican toda su vida en misiones que a fines
legales y burocráticos son, no sólo inútiles sino también peligrosos: un
dibujo, una sexualidad, un dilema familiar, un futuro incierto. Y lo curioso –y
triste- es que cuando su mundo privado se les termina, Los Centeno se vuelven
útiles para el sistema. Pero no los hace menos inteligentes, pero eso no les
agota la suerte porque sin que lo sepan van recorriendo caminos parecidos, o
iguales, como aquel banco de escuela en el que terminan sentándose Cristian
Centeno, Ernestina de Verdad, Alejandrito Centeno y Esteban Svenson; un banco
ubicado en un rincón del aula, en ese rincón desde el que todo puede verse,
aunque uno esté con los brazos cruzados, durmiendo, soñando con borradores
gigantes.
*Escrito para Cualquiera Radio
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