En
1990 Carlos Menem -fiel a su estilo caudillo celebrity- dijo: “No sé si voy a
sacar al país del problema económico. Pero seguro que voy a hacer un país más
divertido” y cumplió.
Esa es
la cita que abre la segunda parte de Los Pibes Suicidas (Fabio Martinez,
editorial Nudista) cuando ya sabemos que sus protagonistas (Martin, el Culón,
el Porteño, y la Gringa) podrían haber sido menemistas en sentido estricto: los
asfixió la realidad y la impotencia para modificarla, y se volcaron a las fiestas
descontroladas y a la cocaína. Las fiestas como intento desesperado de llenar
el vacío existencial, las fiestas como última representación de lo que alguna
vez fueron, de los años realmente felices; la cocaína como forma de sobrellevar
el caos y aturdir el cerebro para hacerlo sangrar las heridas del pasado.
Porque ahora están desencantados. Y Tartagal va a arder.
Tartagal
(el lugar principal donde se desarrolla la historia) está a punto de arder. Lo
advierte el Porteño en insistentes premoniciones desoídas por los demás, no por
imposibles, sino por incomprensibles por capricho y ceguera: ninguno quiere que
su ciudad, como el todo el país, estalle en llamas. Pero el final está latente
desde el principio. Desde el título.
Martín
es el protagonista principal y es el único que además de apodo, tiene nombre.
Además de nombre tiene pasado, tiene presente (las fiestas, las resacas
insoportables, la adicción a la autodestrucción por falta de valentía para
saltar de una vez y para siempre desde un puente, ese puente: el puente desde
el cual un amigo se mató, el puente donde Martín se sienta a sentir el dolor de
todo su cuerpo -que oculta el que siente por dentro y al que no puede matar- y
a tirar cigarrillos encendidos para ver cómo bailan con el viento) pero,
digámoslo de una vez, no tiene futuro. Tartagal va a arder.
Con el
cierre de YPF mucha gente en Tartagal se quedó sin trabajo, muchos pueblos
fueron condenados al olvido (una planta rodadora a mi derecha), los trenes
dejaron de pasar, el padre de Martín también sufrió la misma injusticia y ahora
le reclama a su hijo que haga algo con su vida (alguna vez tuvo una revista
hasta que la plata se agotó y todo el mundo se lo recuerda: ¿para cuándo la
próxima revista? Para cuando alguien ponga un peso), que no pueden creer que él
sea el chico inteligente de buenas notas en el colegio, que por qué mierda no
es como su hermano (que aparece por ahí para recordarle a Martín y a todo
nosotros como destruyó su vida y no le importa –en realidad sí le importa, pero
no puede escapar de ella-). Y Menem lo hizo: “estamos mal, pero vamos bien”
(1990).
Los
Pibes Suicidas podría ser una crónica de época, pero más se ajusta al concepto
de novela generacional, si uno vivió en Tartagal y sufrió el cierre de YPF, si
uno sospecha que Martín es el mejor de todos ellos y que por eso se merecía un
lugar mejor, si uno puede escuchar Hermética y ver como uno de sus amigos
acuchilla a un perro en la primer escena, antes que la historia se desarrolle,
como las escenas de un capítulo anterior que anuncian que lo que sigue no será
más esperanzador, que no habrá final feliz ni sonrisas, porque al final, todos
los sabemos, Tartagal va a arder.
*Escrito para Cualquiera Radio
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